El mundo se llenó de líderes que hablan en nombre del pueblo contra la élite, y México no se quedó atrás con su propio populismo.

Claro y Conciso | Alberto Castelazo Alcalá
Columnistas
Política Gurú
@Castelazoa
El mundo se llenó de líderes que hablan en nombre del pueblo contra la élite, y México no se quedó atrás con su propio populismo.
Detrás del discurso épico hay una constante inquietante: más polarización, menos debate racional y una democracia que se va debilitando mientras aplaudimos la función.
En varios países, el populismo creció sobre el enojo económico y el desencanto con los partidos tradicionales. Primero fue la crisis; después llegaron los salvadores milagrosos.
Autores como John B. Judis explican que estos líderes se presentan como voz auténtica del pueblo traicionado, aunque vivan rodeados de privilegios y viejas élites recicladas.
A la vez, Levitsky y Ziblatt advierten en How Democracies Die que el populista no entra con tanques, sino ganando elecciones y erosionando instituciones desde dentro.
En México, el caso de Morena es el ejemplo perfecto de ese giro. Se anunció como renovación moral y terminó lleno de políticos de siempre, ahora con nueva playera.
El supuesto “movimiento de regeneración” adoptó figuras como Manuel Bartlett, símbolo del viejo sistema, del fraude y del inmobiliario creativo, convertido milagrosamente en paladín de la Cuarta Transformación.
Mientras tanto, el discurso oficial insiste en que aquí todo es diferente, aunque los mismos caciques sigan controlando contratos, reguladores, empresas públicas y cargos estratégicos como si nada hubiera pasado.
El caso de AMLO y sus hijos también alimenta la sospecha. Predican austeridad desde Palacio, pero conviven con casas de lujo, contratos cuestionables y negocios familiares que nadie quiere revisar seriamente.

El populismo necesita enemigo, no espejo. Por eso cualquier crítica se etiqueta como campaña, complot o ataque de la mafia del poder, aunque provenga de periodistas, académicos o ciudadanos comunes.
Ahí nacen los bandos: “chairos” contra “fachos”. Unos se asumen dueños de la esperanza; otros se sienten guardianes de la razón. Ambos se cancelan antes de escucharse.
En redes sociales, esta guerra se vuelve permanente. Cada noticia es excusa para exhibir, humillar, insultar. El algoritmo premia la furia, no los matices ni los argumentos.
El costo político es brutal. Un país que solo ve traidores y fanáticos deja de discutir políticas públicas y se entretiene discutiendo etiquetas, memes y descalificaciones personales.
Al final, la polarización le sirve sobre todo al poder. Mientras la ciudadanía se pelea entre chairos y fachos, los mismos de siempre administran presupuestos, contratos y nombramientos sin demasiada vigilancia.
También hay un componente cultural incómodo. En lugar de exigir instituciones fuertes, muchos mexicanos siguen confiando en el líder carismático, el “padre” del pueblo que resuelve todo.
Ese paternalismo viene de lejos. El viejo PRI repartía beneficios y lealtades; ahora el populismo reparte programas sociales y lealtades digitales. Cambia el logo; se mantiene la lógica.
En este esquema, el Estado se vuelve proveedor absoluto y el ciudadano se convierte en cliente cautivo. Cuestionar al líder se percibe casi como traición personal.
¿Y el libre mercado? En México, se asocia muchas veces con abusos, privatizaciones mal hechas y élites empresariales que vivieron pegadas al presupuesto público durante décadas.
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Esa historia real hizo daño. Sin embargo, el populismo usa ese resentimiento para justificar controles discrecionales, ataques a reguladores y desconfianza sistemática hacia cualquier iniciativa privada.
El resultado es una mezcla tóxica: ni mercado competitivo ni Estado profesional. Tenemos, más bien, un mercado amañado y un gobierno que reparte favores con narrativa moral incluida.
Mientras tanto, la democracia se empobrece. Si todo se reduce a “estás conmigo o contra el pueblo”, cualquier crítica se vuelve sospechosa y cualquier diálogo, una pérdida de tiempo.
Los académicos que estudian la polarización coinciden en algo: cuando el adversario se convierte en enemigo, la tentación autoritaria crece y las reglas dejan de importar realmente.
En México ya vimos señales: ataques diarios a la prensa, presión a órganos autónomos, reformas hechas al vapor y consultas diseñadas para legitimar decisiones previamente tomadas.
No se trata de romantizar el pasado, ni de vender la mentira de un neoliberalismo perfecto. Pero sí de aceptar que la cura populista puede matar al paciente democrático.
Si queremos salir de esta trampa, toca hacer algo impopular: dejar de pensar en clave de chairos contra fachos y volver a hablar de ideas, datos y resultados.
La verdadera división no debería ser entre pueblo y élite, sino entre instituciones que funcionan y simulaciones que solo maquillan la corrupción con discursos heroicos.
Mientras no lo entendamos, el populismo seguirá triunfando. No porque sea mejor proyecto de país, sino porque es el que mejor explota nuestra frustración y nuestra comodidad política.

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