La reforma restringe la suspensión y abre la puerta al hecho consumado. Sin contrapesos efectivos, crecen la incertidumbre, el riesgo regulatorio y la erosión institucional.

Claro y Conciso
Alberto Castelazo Alcalá
@Castelazo
Política Gurú
En Claro y Conciso, revisó la Reforma de Amparo sin estridencias. Sin embargo, vale decirlo: el cambio pega donde duele, en la suspensión cautelar.
Porque, además, el juicio de amparo funciona como guardián, y la suspensión es su escudo. Quitarlo permite que el poder avance sin freno inmediato.
Así, la narrativa oficial presume eficiencia y frenar abusos. No obstante, el costo social es evidente: menos contrapesos y más decisiones ejecutadas sin evaluación constitucional.
Antes, un juez podía detener temporalmente leyes, megaproyectos u órdenes intrusivas. Además, esa pausa evitaba daños irreparables mientras se discutía la constitucionalidad del acto reclamado.
Hoy, con la reforma, esa capacidad se reduce severamente. Por eso, el Estado de Derecho queda expuesto, y la ciudadanía recibe menos herramientas para defenderse.
Además, se legaliza el hecho consumado: la medida cuestionada produce efectos inmediatos. Después, aunque llegue un amparo favorable, el daño podría mantenerse prácticamente intacto.
Mientras tanto, los mercados leen señal. El capital busca certeza, y sin suspensión la previsibilidad disminuye, elevando el riesgo regulatorio en sectores estratégicos y sensibles.

De hecho, las empresas operarán bajo reglas inseguras mientras se litiga el fondo. Así, algunos proyectos se pospondrán, y otros buscarán rutas fuera de México.
En paralelo, la separación de poderes se erosiona. Al limitar al Poder Judicial, el Ejecutivo y el Legislativo ganan cancha sin revisiones independientes.
No obstante, defender la Constitución no estorba al gobierno. Por ello, la disciplina legal permite ejecución sólida y control constitucional, fortaleciendo proyectos y confianza ciudadana.
Sin embargo, la reforma avanza coordinada con la elección de juzgadores. Así, primero se politiza al árbitro; después, se neutraliza la herramienta que lo respalda.
Entonces, la democracia queda con menos contrapesos y más incentivos para validar el proyecto en turno. Al final, el equilibrio se sustituye por mayorías circunstanciales.
Peor aún, un juicio de amparo limitado y un juez politizado facilitan decisiones irreversibles. Además, consolidan un mapa menos técnico, más dependiente del pulso político.
Por eso, el mensaje resulta preocupante. Inversores cautelosos comparan alternativas regionales, y México pierde atractivo mientras su sistema reduce garantías y diluye control de constitucionalidad.
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Aun así, cabe rectificar. Porque la suspensión del acto reclamado no cancela políticas; evita daños mientras un juez analiza la convencionalidad y la constitucionalidad.
Además, proteger derechos no frena el desarrollo; al contrario, lo sostiene. La confianza crece cuando los proyectos avanzan con reglas claras y justicia imparcial.
Mientras se discute la reforma, conviene abrir diálogo técnico y económico. Así, pueden corregirse excesos sin bloquear agendas públicas ni convertir a nadie en villano.
En suma, el Estado de Derecho es infraestructura. Sin embargo, rara vez se presume. Cuando fallan sus cimientos, todo proyecto resiente costos altos.
Por ahora, toca exigir mejores balances. Además, corresponde a Congreso y gobierno aceptar que el amparo fortalece, no debilita, la legitimidad de las decisiones públicas.
Así, sin estridencias, propongo una salida responsable: revisar la Reforma de Amparo, rescatar la suspensión, y reconstruir confianza. Porque, al final, todos ganamos con certezas.
Finalmente, cuidemos contrapesos, inversión y confianza institucional duradera y real.
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