Los pactos entre cárteles mexicanos y el régimen de Maduro ya no son secreto. Ahora amenazan con cobrarle una factura geopolítica a la 4T.
Editorial | Geopolítica
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Ismael ‘El Mayo’ Zambada, Los Chapitos y el Cártel de Sinaloa dejaron de ser tema local: hoy son ficha geopolítica.
En su columna “Los socios mexicanos de Maduro”, en Estrictamente Personal de El Financiero, Raymundo Riva Palacio describe ese nuevo tablero.
Según sus fuentes, los hijos de El Chapo y El Mayo hablaron con fiscales de Estados Unidos y contaron demasiado.
Relataron los negocios del régimen de Nicolás Maduro con el Cártel de Sinaloa, hasta desembocar en el sello terrorista al Cártel de los Soles.
Ese movimiento de Washington no fue retórico. Más bien, abrió la puerta legal para operaciones militares, financieras y de inteligencia contra Maduro.
Al mismo tiempo, la presión sobre Los Chapitos se ha disparado, con acuerdos judiciales y cooperaciones que todavía no terminamos de dimensionar.
Detrás de cada declaración se cruzan rutas, dinero, sobornos y favores políticos. Y, por supuesto, aparecen presidentes latinoamericanos que prefirieron no preguntar.
Ahí es donde México deja de observar desde la grada y se convierte en protagonista incómodo de la trama.

Porque López Obrador decidió abrazar políticamente a Maduro, mientras minimizaba la amenaza del propio Cártel de Sinaloa dentro de nuestras fronteras.
Después llegó Claudia Sheinbaum y tampoco marcó un deslinde claro. Más bien, heredó la narrativa de la “no intervención” y la mantuvo.
Sin embargo, cuando Washington etiqueta a un grupo criminal como terrorista, la neutralidad deja de ser opción real y pasa a ser fantasía.
La columna de Riva Palacio sugiere justo eso: la ola que se levanta en Caracas inevitablemente pegará en Ciudad de México.
Si los expedientes estadounidenses ligan a Maduro, a los Soles y a cárteles mexicanos, el siguiente paso será revisar quién los toleró políticamente.
Y ahí, nos guste o no, la 4T aparece como el gobierno que prefirió abrazos, liberaciones y cortesías públicas hacia las familias del narco.
Además, en Washington ya no solo preguntan por la violencia. También se preguntan quién manda realmente en México, Sheinbaum o López Obrador.
Ese mando compartido proyecta debilidad. Y, peor aún, alimenta la sospecha de un país donde la narcopolítica tiene asiento en primera fila.
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Sheinbaum queda atrapada. Si rompe con Venezuela, reconoce que la apuesta de su antecesor fue un error; si no, carga el costo internacional.
Mientras tanto, Trump explota el tema venezolano para justificar más presión, sanciones y, eventualmente, algo más que advertencias televisadas.
En ese contexto, México corre el riesgo de ser visto como socio complaciente de un régimen señalado por narcotráfico y terrorismo.
El mensaje de Estrictamente Personal es claro: la “tolerancia” hacia ciertos cárteles no solo desangró al país, también lo volvió vulnerable afuera.
Hoy la factura comienza a circular. No solo la pagarán los viejos aliados de Maduro, sino cualquier gobierno mexicano que juegue al ambiguo.
Si la presidenta no redefine pronto la relación con Venezuela y con los cárteles que Washington ya trata como terroristas, pagaremos todos.
Porque, al final, la pregunta central sigue abierta: ¿de qué lado quiere estar México, del Estado de derecho o del negocio criminal?

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